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OpiniónEL COLOR DEL UNIFORME

09/10/2025

FRANCISCO JAVIER FAJARDO ANGARITA

Abogado – Empresario.

 

 

De una antología —Cuentos completos de Antón Pávlovich Chéjov— volvió a caer en mis manos “El Camaleón”. Lo había leído en esa juventud remota en la que uno cree saberlo todo de la vida porque ha hojeado cuatro libros y ha besado dos o tres muchachas. Hoy, con arrugas en el alma, fracasos varios y más libros encima, celebro la evidencia contraria: No he aprendido nada.

 

El camaleón, decía, es una escena mínima en un mercado ruso; mínima pero suficiente para radiografiar a medio mundo. Un inspector prepotente —el inolvidable Otchumyélov— pasea con su ayudante el recién confiscado botín de unas grosellas, cuando tropieza con un gentío en torno al gran acontecimiento: un orfebre borracho, Jriukin, ha sido mordido por un perro famélico, casi un hilacho de galgo. El herido exige justicia con la furia del que huele oportunidad: indemnización, castigo, ejemplaridad. Y Otchumyélov, que recién estrena uniforme y se cree por eso mismo, un hombre importante, dicta sentencia de muerte contra el cachorro: el delito, dice, es ser callejero.

 

Hasta que alguien murmura las palabras mágicas, el perro es propiedad del General. Entonces, como si al inspector le hubieran ajustado el termostato de la servidumbre, cambia de color: el perro, que hace un minuto era plaga, deviene aristócrata canino. “De raza”, “incapaz de morder sin provocación”. Y el culpable, por supuesto, será el borracho. Pero el rumor es caprichoso y la genealogía del can oscila: que no es del General, que tal vez del hermano, que quizá de nadie. Otchumyélov gira y gira —verdugo o benefactor, según el viento— hasta que, confirmada la pertenencia, el cachorro marcha escoltado a casa y el orfebre queda como idiota de feria. Justicia impartida, se diría.

 

Lo leí y, en vez de viajar a la estepa, me cayó encima la geografía doméstica: ventanillas de trámite, salas frías de audiencias, pasillos de oficinas públicas. Ese mundo donde el uniforme —a veces literal, a veces la escarapela, a veces el cargo— no se viste: se padece. Yo venía de oír, en un congreso solemne de la Rama Judicial, la invocación ritual a Kant: actuar de tal modo que la máxima de la acción valga como ley universal; en público y en privado. Y yo, que aún quiero creer, aplaudí; aplaudimos todos, que para eso nos reúnen, para creer por un rato en las instituciones. En su legitimidad.

 

Pero el lunes al volver a la realidad, la patria chica de las oficinas, ahí estaba nuevamente el petimetre pusilánime, ese camaleón de corbata – o sin ella- que confunde la autoridad con el tono de voz; que reverencia hacia arriba y pontifica hacia abajo; que en el ascensor sonríe con un señorío prestado y detrás de su escritorio se hace el verdugo doméstico. Lo han visto: Frente al alcalde se quiebra en alabanzas (“excelentísimo”, “honor”, “compromiso”), y con el ciudadano raso ensaya su pequeño experimento de poder: “Es mi deber”; “¿conflicto de intereses?” “yo soy impoluto, más que todos”. Descubre, como Otchumyélov, que la ley no es un texto sino un espejo: refleja a quien sostiene el perro.

 

El servicio público —palabras mayores, qué duda— tendría, en un país sensato, valor de imperativo categórico. Nadie roba porque no quiere vivir en un mundo donde robar sea universal; nadie acomoda la fila, porque universalizar el privilegio vuelve inútil la fila. Nadie impone su cargo, porque se relegaría la dignidad del mismo. Pero nosotros sabemos, a la manera de Chejov y de Kafka, que el expediente tiene vida propia y que el que ejerce el poder, pretende imponer sus reglas.

 

Si me permiten la digresión pedestre: Cierta tarde, vi actuar al camaleón. Por la mañana había entrado en el despacho con la devoción de quien atraviesa una sacristía. “Señor Alcalde, todo en orden, a su disposición”, y una reverencia que, de tan baja, casi le desabrocha los cordones. Por la tarde, ante el contratista, era un empresario de sí mismo. En su escritorio, luego, con una ciudadana: “Señora, respete el procedimiento”. Y el procedimiento consistía, básicamente, en que le rindan pleitesía.

 

La escena se repite, y se repite, y se repite. El camaleón, aquí, no cambia de color para protegerse: cambia para servirse.

 

No es un fenómeno exclusivo, desde luego, de esta república de cordilleras, volcanes y desorden. Balzac los retrató con manuscrita precisión: funcionarios veletas, girando al compás de la brisa del poder; Kafka los elevó a categoría metafísica; y Chéjov, con su economía implacable, les echó un perro encima. En Colombia, sin embargo, el asunto tiene historia, y no corta. Durante la Regeneración, los uniformes mudaban de color con la misma frecuencia con que cambiaban los versos de los himnos. En la Violencia, el funcionario perfeccionó el arte de sobrevivir en dos bandos al mismo tiempo, y en las actuales repúblicas la medida del poder ya no es la toga ni el uniforme, sino el grado de acoso burocrático: cuántos papeles se logran interponer, cuántas veces se obliga al otro a subir y bajar gradas, cuántos sellos se coleccionan en la piel ajena. Y por si fuera poco, se indignan: sí, la indignación también hace carrera, pero siempre dirigida hacia el lado correcto, el que no incomoda y mucho menos cuesta.

 

¿Exagero? Tal vez. La sátira —pariente honrada del despecho— necesita hipertrofiar rasgos para que el retratado se reconozca sin caer en la tentación de demandar. Y es de justicia decir que hay servidores públicos que honran el título, y defenderlos conviene, porque su decencia ilumina. También ellos padecen al camaleón de escritorio contiguo: lo ven treparse por el tronco institucional como hiedra de pasillo y saben que la planta, si no se poda, acaba asfixiando la casa. Esos funcionarios —sí existen, y no son pocos— viven el imperativo en silencio: cumplen el trámite sin coima, responden el correo sin protocolo, se plantan frente al poderoso en nombre del papel y del ciudadano.

 

Pero la fábula de Chéjov obliga a una incomodidad: el camaleón no actúa solo. La multitud participa, juega al rumor que inviste o desnuda al perro. Aplaude cuando el inspector se indigna por el bien común; ríe cuando adula al general; calla cuando humilla al borracho. Somos más Jriukin de lo que quisiéramos: nos presentamos con el dedo mordido —el impuesto, la cita, el turno— y exigimos justicia a gritos. Pero cuando el inspector levanta la voz, “hacemos mutis por el foro”. No faltan quienes sostienen al perrito de las patas para alardear de su infortunio. El camaleón necesita escenario; nosotros le ponemos luz.

 

Propongo un pequeño experimento kantiano de barrio: actuar como si el reglamento fuese para todos, empezando por uno. Hacer fila sin conocer a nadie, presentar papeles completos sin exigir trato preferente, decir que no al detallito ventanero, y sobre todo, no dejarnos atemorizar por el emperadorcito. Detesto, como ustedes, la moralina; pero la moral práctica —esa que no se pronuncia en latín— a veces sirve. Y añadiría un correctivo republicano que no demanda reforma constitucional: vergüenza. Vergüenza pública para el camaleón que se descubre en flagrancia cromática; memoria para no reciclarlo; y premio —discreto, sin placas— para el funcionario que cumple sin estridencias. Nada más revolucionario que una costumbre.

 

Mientras tanto, en la plaza de mercado local sigue la escena. Un policía detiene a un vendedor informal y le exige papeles que ningún vendedor informal tiene; un contralor lee un auto con la convicción de que el tiempo corre distinto en su reloj; un director de oficina redacta un código de ética que cita a Kant en negrilla y a la contabilidad en itálicas. Y por el corredor, con andar despreocupado y orejas de buena familia, pasa el perrito gris. “¿De quién es ese perro?”, pregunta la multitud. Los rumores salen de inmediato, como fichas de dominó. “Del general”. “Del hermano del general”. “De nadie”. “De todos”. El inspector, por su parte, se ajusta el cuello del uniforme —esa prenda milagrosa— y hace lo suyo: cambiar de color mientras habla.

 

Nota Aclaratoria. Las columnas de opinión publicadas en la sección de Opinión de la página web de Francisco Javier Fajardo Angarita Abogados y Asociados S.A.S. tienen un propósito exclusivamente informativo y reflexivo. Su contenido refleja únicamente las ideas y puntos de vista de sus autores, y no constituye una posición oficial ni un criterio institucional de la firma frente a los temas abordados.

 

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